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domingo, 22 de marzo de 2009

MACAO


Al otro lado de la bahía que forma el río Peal, a apenas 70 kms y una hora en ferry de Hong Kong se encuentra la ciudad de Macao, bajo administración portuguesa de 1557 a 1999 y actualmente con un régimen especial dentro de China, es un pequeño enclave que evoca legendarios viajes y trepidantes aventuras, marinos portugueses, misioneros católicos y exotismo oriental.
Desde el mismo momento que salí del ferry noté que Macao era una ciudad mestiza y especial.
Entre la fina neblina matinal aparecían ante mis ojos casitas adosadas como las de Ámsterdam o la entrada principal a la ciudad prohibida en Beijing, reproducciones de gran tamaño y calidad integradas dentro de un enorme casino.
Repuestos de la sorpresa inicial decidimos abandonar el puerto a través calles empinadas llenas de letreros en portugués con dirección a la antigua Fortaleza del Monte, construida por los jesuitas portugueses para proteger la península.
Hoy en día los antiguos muros y cañones carecen de valor militar y la plaza es tomada por niños, turistas y ancianas chinas que practican tai-chi. Desde esta colina se puede observar toda la ciudad, no excesivamente grande y formada por un abigarrado conjunto de casinos y barrios de distintas épocas y estilos. A un paso de la fortaleza están los restos de la antigua iglesia de San Pablo, una imponente fachada principal despojada de techos y muros laterales debido a un terrible incendio pero capaz de seguir desafiando al tiempo desde un promontorio al final de unas largas escaleras. A un lado, en la antigua puerta de entrada a la zona china, está el diminuto templo chino de Na Tcha, armonioso pero de insignificante tamaño.
A sus pies se encuentra la antigua ciudad colonial que es un fresco de Lisboa trasplantado a Asia con alguna pincelada oriental. Calles empedradas, miradores, colores y texturas evocan a la metrópoli. ¡Oh cuanta saudade!
Justo en el epicentro de esta zona colonial quedo admirado por la iglesia de Santo Domingo en la plaza del Senado, un edificio barroco con algún añadido autóctono como los azulejos chinos de su techumbre. Diseño europeo en su concepto y la delicadeza de los artesanos orientales para su elaboración. Una magnífica combinación.
Continuamos caminando sin rumbo y un vendedor se me acerca con una bandeja llena de galletas y me anima a probar una. Tienen una textura y un sabor familiar pero en el paladar queda un suave regusto a especia, igual que la ciudad misma.
Abandonamos la zona antigua por la alameida Riveiro, una magnífica avenida llena de lujosas boutiques. Entre elegantes escaparates llego al hall del Hotel Lisboa, pese a su imponente aspecto y ante la desgana de mi hermana decido no entrar; en la ciudad hay más de 30 casinos pero ciertamente el juego no es el objeto de nuestra visita.
Alguien nos da la dirección de una tienda de outlets, ropa de marca fabricada en Macao a muy buen precio, evitamos esta nueva tentación y nos dirijimos a otra zona de la ciudad.
Entre el Lago San Bai y una frondosa colina donde predomina el verde de los árboles salpicado por el blanco y granate de los elegantes edificios, está la antigua residencia del gobernador portugués. Un entorno elegante y aristocrático no muy distante del Templo de A- Ma, el templo chino más antiguo de la ciudad, formado por varios pabellones situados a distintas alturas entre roca y vegetación. Sorprenden las estructuras espirales colocadas en su techumbre, barras de incienso de larga duración generalmente utilizadas por los marineros que se embarcaban durante largo tiempo y no podían acudir al templo con frecuencia.
Retornamos a la zona costera ya con dirección al ferry. En el amplio paseo marítimo, dotado de moderno mobiliario urbano me encuentro con una enorme escultura de la virgen, al fondo diviso la primera ciudad de China.
Esa es la magia de Macao su capacidad para fusionar imágenes atlánticas y orientales componiendo bellas y evocadoras estampas.

jueves, 12 de marzo de 2009

GIJON EN EL RECUERDO

 Tal vez sea producto de la distancia, ya que el paso del tiempo da a nuestros recuerdos un poso brumoso y mágico, igual que el de las fotografías que amarillean; pero me da la sensación de que Gijón ha perdido gran parte de su aroma tradicional. Los barrios ya no tienen el tipismo que los caracterizaba antaño. Se han homogeneizado y unificado. Todos escuchan la misma voz y suenan a lo mismo.
Recuerdo mi infancia en el barrio del Carmen, en el singular ambiente en que me crié, entre los fogones del restaurante que regentaban mis padres, un lugar no siempre placentero, poco acogedor y ciertamente nada apropiado para un niño pero lleno de vivacidad y de singular riqueza.
Recuerdo con nostalgia a los curiosos personajes que solían frecuentar nuestro establecimiento. Eran únicos, auténticos e irrepetibles; últimos representantes de un mundo pasado que ya no volverá.
Recuerdo a un anciano que se hacía llamar Carlitos de Gijón, un cantante frustrado en su juventud que, ya viejo, pretendía ganarse la vida cantando por los bares aunque en realidad era un pobre hombre fantasioso y sin ingresos. Venía casi a diario y el trato era un menú gratis a cambio de llenar el local de clientes con su voz. Sus añejos tangos no eran ningún estímulo para atraer a nuevos clientes. En realidad se le permitía cantar un par de canciones para alimentar su ego y se le proporcionaba algo de comer para hacer lo propio con su diminuto cuerpo sólo por caridad. En agradecimiento a la habitual generosidad mis padres, siempre frenéticos y demasiado atareados, Carlitos me llevaba al circo o a ver los trenes de la cercana estación. Cuando se apeaba alguna chica joven la piropeaba elegantemente con su porte de trasnochado don Juan otoñal de traje raído.
Recuerdo a Barón, el marinero forzudo, del que hubo expuesta largo tiempo una foto en una tienda de la calle San Antonio. Stallone era a su lado un aprendiz. Su cuerpo estaba decorado con llamativos tatuajes, no tan comunes en aquel entonces, que a mí me fascinaban. Cuando soplaba sobre su dedo pulgar, de un modo circense, original y muy característico, la musculatura de su vigoroso brazo parecía hincharse aún más. Presumía de aguantar en la cubierta de un barco a menos veinte grados o de haber sufrido intentos de violación por apasionadas amazonas en exóticos países. Al llegar el mes de enero se cubria con una chaqueta para protegerse del frio aunque el insistía en que era para evitar accidentes de circulación ya de lo contrario los conductores y conductoras (enfatizaba el femenino, aunque entonces no se estilaba el lenguaje políticamente correcto) se despistaban viendo su portentosa musculatura desafiando las inclemencias meteorológicas.
Recuerdo a las pescaderas de la plaza, antes de que esta pasase a ser un edificio administrativo. Las recuerdo vender en la calle la mercancía, con su voz chillona o regateando con mi padre el precio del bocarte o de la sardina, siempre tan pintadas y descaradas, muchas veces a cargo de una abundante prole y maridos viciosos y chulescos a los que ellas proveían, en una especie de macabra competición, de toda clase de lujuriosos caprichos.
Recuerdo a Esperanza Sorribas en la cocina del restaurante, aún con sus aires de condesa arruinada que muy pronto el tiempo y la locura arrebatarían, escogiendo comida entre las sobras del día para alimentar a sus gatos y palomas. Era ingeniosa y se decía poetisa. Trataba de pagar el favor con un collar de “fantasía” para mis hermanas de mucho colorido e ínfimo coste. Les decía, cuando se lo entregaba, que las mujeres ya que no tenían nuez debían de tener avellana. Nunca llegué a entender lo que quería decir con eso. Espero algún día poder descubrirlo.
Recuerdo a “Luarca”, alcohólico, desaliñado y paupérrimo limpiabotas. Le permitían guardar la aparatosa caja de madera que utilizaba y sus betunes en el almacén del restaurante y a veces realizaba algún servicio en un rincón del bar; se esmeraba en dejar los zapatos de sus clientes bien relucientes y alguno le ofrecía dinero extra con la condición de que sólo se lo gastase en vino. El hombre hacía un gesto de resignación y corría a la barra del bar a cumplir su parte del trato.
Recuerdo a don Luis, ex combatiente de la división azul, con su sol y sombra en la mano clamando bravatas y retando a don Carlos, párroco de la iglesia y habitual a la partida de cartas de la tarde en el bar, por irreconciliables desavenencias políticas. ¡Un cura comunista!. ¡Qué gran blasfemia!. Durante años el sacerdote fue capaz de ignorar las afrentas y afortunadamente la sangré jamás llegó al río, por algo era la época de la guerra fría.
Recuerdo a Magdaleno, hijo de Magdalena, trastornado por el ruido y las malas compañías, estrellando su cuatro latas contra la luna de la peluquería de la esquina a horas intempestivas, del estruendo, del estrépito, del bullicio; de las carcajadas de algunos y de los alaridos de su madre.
Recuerdo dormirme en el mirador de mi casa, justo encima del restaurante, arrullado por los fascinantes sonidos que provenían de la calle; la llamada del afilador, los cantarines de algún sidrero, o los lejanos ecos de las discusiones entre chulos y fulanas.
No soy de los que piensa que cualquier tiempo pasado fue necesariamente mejor, el montaje era más simple y los personajes más ingenuos pero las peripecias eran mucho más descarnadas.
Recuerdo al monstruoso carbonero, al que un día descubrí robando sacos y me amenazó de muerte o el día en que unos desaprensivos prendieron fuego al carro del trapero o también del día que algún sádico decidió cortarle las orejas a la amistosa perra del garaje.
Recuerdo muchas cosas, demasiadas, para los límites de lo que sólo pretende ser una sencilla bitácora.

martes, 10 de marzo de 2009

RECUERDOS DE LA INFANCIA


 Tal vez sea producto de la distancia, ya que el paso del tiempo da a nuestros recuerdos un poso brumoso y mágico, igual que el de las fotografías que amarillean; pero me da la sensación de que Gijón ha perdido gran parte de su aroma tradicional. Los barrios ya no tienen el tipismo que los caracterizaba antaño. Se han homogeneizado y unificado. Todos escuchan la misma voz y suenan a lo mismo.
Recuerdo mi infancia en el barrio del Carmen, en el singular ambiente en que me crié, entre los fogones del restaurante que regentaban mis padres, un lugar no siempre placentero, poco acogedor y ciertamente nada apropiado para un niño pero lleno de vivacidad y de singular riqueza.
Recuerdo con nostalgia a los curiosos personajes que solían frecuentar nuestro establecimiento. Eran únicos, auténticos e irrepetibles; últimos representantes de un mundo pasado que ya no volverá.
Recuerdo a un anciano que se hacía llamar Carlitos de Gijón, un cantante frustrado en su juventud que, ya viejo, pretendía ganarse la vida cantando por los bares aunque en realidad era un pobre hombre fantasioso y sin ingresos. Venía casi a diario y el trato era un menú gratis a cambio de llenar el local de clientes con su voz. Su anticuado repertorio de tangos no eran ningún estímulo para atraer a nuevos clientes. En realidad se le permitía cantar un par de canciones para alimentar su ego y se le proporcionaba algo de comer para hacer lo propio con su diminuto cuerpo sólo por caridad. En agradecimiento a la habitual generosidad mis padres, siempre frenéticos y demasiado atareados, Carlitos me llevaba al circo o a ver los trenes de la cercana estación. Cuando se apeaba alguna chica joven la piropeaba elegantemente con su porte de trasnochado don Juan otoñal de traje raído.
Recuerdo a Barón, el marinero forzudo, del que hubo expuesta largo tiempo una foto en una tienda de la calle San Antonio. Stallone era a su lado un aprendiz. Su cuerpo estaba decorado con llamativos tatuajes, no tan comunes en aquel entonces, que a mí me fascinaban. Cuando soplaba sobre su dedo pulgar, de un modo circense, original y muy característico, la musculatura de su vigoroso brazo parecía hincharse aún más. Presumía de aguantar en la cubierta de un barco a menos veinte grados o de haber sufrido intentos de violación por apasionadas amazonas en exóticos países. Al llegar el mes de enero se cubria con una chaqueta para protegerse del frio aunque el insistía en que era para evitar accidentes de circulación ya de lo contrario los conductores y conductoras (enfatizaba el femenino, aunque entonces no se estilaba el lenguaje políticamente correcto) se despistaban viendo su portentosa musculatura desafiando las inclemencias meteorológicas.
Recuerdo a las pescaderas de la plaza, antes de que esta pasase a ser un edificio administrativo. Las recuerdo vender en la calle la mercancía, con su voz chillona o regateando con mi padre el precio del bocarte o de la sardina, siempre tan pintadas y descaradas, muchas veces a cargo de una abundante prole y maridos viciosos y chulescos a los que ellas proveían, en una especie de macabra competición, de toda clase de lujuriosos caprichos.
Recuerdo a Esperanza Sorribas en la cocina del restaurante, aún con sus aires de condesa arruinada que muy pronto el tiempo y la locura arrebatarían, escogiendo comida entre las sobras del día para alimentar a sus gatos y palomas. Era ingeniosa y se decía poetisa. Trataba de pagar el favor con un collar de “fantasía” para mis hermanas de mucho colorido e ínfimo coste. Les decía, cuando se lo entregaba, que las mujeres ya que no tenían nuez debían de tener avellana. Nunca llegué a entender lo que quería decir con eso. Espero algún día poder descubrirlo.
Recuerdo a “Luarca”, alcohólico, desaliñado y paupérrimo limpiabotas. Le permitían guardar la aparatosa caja de madera que utilizaba y sus betunes en el almacén del restaurante y a veces realizaba algún servicio en un rincón del bar; se esmeraba en dejar los zapatos de sus clientes bien relucientes y alguno le ofrecía dinero extra con la condición de que sólo se lo gastase en vino. El hombre hacía un gesto de resignación y corría a la barra del bar a cumplir su parte del trato.
Recuerdo a don Luis, ex combatiente de la división azul, con su sol y sombra en la mano clamando bravatas y retando a don Carlos, párroco de la iglesia y habitual a la partida de cartas de la tarde en el bar, por irreconciliables desavenencias políticas. ¡Un cura comunista!. ¡Qué gran blasfemia!. Durante años el sacerdote fue capaz de ignorar las afrentas y afortunadamente la sangré jamás llegó al río, por algo era la época de la guerra fría.
Recuerdo a Magdaleno, hijo de Magdalena, trastornado por el ruido y las malas compañías, estrellando su cuatro latas contra la luna de la peluquería de la esquina a horas intempestivas, del estruendo, del estrépito, del bullicio; de las carcajadas de algunos y de los alaridos de su madre.
Recuerdo dormirme en el mirador de mi casa, justo encima del restaurante, arrullado por los fascinantes sonidos que provenían de la calle; la llamada del afilador, los cantarines de algún sidrero, o los lejanos ecos de las discusiones entre chulos y fulanas.
No soy de los que piensa que cualquier tiempo pasado fue necesariamente mejor, el montaje era más simple y los personajes más ingenuos pero las peripecias eran mucho más descarnadas.
Recuerdo al monstruoso carbonero, al que un día descubrí robando sacos y me amenazó de muerte o el día en que unos desaprensivos prendieron fuego al carro del trapero o también del día que algún sádico decidió cortarle las orejas a la amistosa perra del garaje.
Recuerdo muchas cosas, demasiadas, para los límites de lo que sólo pretende ser una sencilla bitácora.