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viernes, 26 de junio de 2009

NOVIEMBRE EN HOLANDA










Amsterdam una ciudad antigua de talante joven y hospitalario, fue la base de operaciones idónea para obtener una primera visión de los Países Bajos.
Pese al frío de un noviembre que no fue especialmente benigno, pude percibir toda la calidez de un cuidado territorio en gran parte ganado al mar y de la bella ciudad de los canales.
Mis padres me acompañaron 15 años después de nuestro último viaje juntos ( allá por el 92 para ver la expo de Sevilla ) y esto hizo que en ocasiones tuviese que adaptarme a su ritmo. Reduje esta vez mis habituales paseos e idas y venidas sin rumbo predeterminado y recurrí preferentemente a las visitias guidadas, más prácticas y cómodas, además muchas en castellano.
La primera incluso parecía bastante original, la recomendaba la guía Lonely Planet y no era necesario pagar más que la voluntad, todo el trayecto se hacía a pie y los guías eran tan hippies como la ciudad misma.
Mientras paseábamos por la plaza Dam, el barrio rojo o el mercado de las flores, nuestro guía Francisco, un risueño y despreocupado chico ecuatoriano nos daba su visión sobre la prostitución, la ocupación de viviendas o el consumo de drogas. Sus opiniones más que avanzadas eran verdaderamente subversivas, tras más de 3 horas de paseo bajo un intenso frío acabó el circuito guiado. Comenzaba a trapear y Francisco nos invitó a tomarnos unas setas alucinógenas para entrar en calor. Amablemente rechazamos la invitación y entramos en una cercana cafetería. Cogimos la última mesa que quedaba libre, a lado mismo de la barra, era un lugar agradable con paredes revestidas en madera, amplios ventanales y una empinadísima escalera de acceso a los servicios y al altillo.
Desde allí pudimos contemplar como los copos de nieve iban cubriendo la ciudad de un bonito manto blanco.
Afortunadamente nuestro hotel, cerca de la estación central de trenes, no estaba lejos de ese lugar y el regreso, pese al frío, no resultó pesado.
Quedé para cenar con mis padres unas horas más tarde en una cercana parrilla argentina y entretuve mi espera paseando por las callejuelas entre canales, copos de nieve, bicicletas y luces rojas, hasta que encontré una sencilla vinatería pero frecuentada por chicos y chicas bien del barrio en la que ponían música en directo.
Mientras saboreaba el vino rezaba para que el días siguientes estuviera más apacible.
El reloj sonó a las 7,30, me asomé a la ventana del coqueto hotel y desilusionado comprobé que granizaba y el frío no había remitido.
Aún así decidimos cumplir el programa que teníamos previsto. Llegamos a la cercana calle Damrak, donde cogimos el autobús que nos condujo a un pueblo tradicional holandés, llano, construido entre una especie de acequias y grandes molinos achicando agua todo el tiempo. El lugar estaba totalmente enfocado al turismo, con un taller de artesanía donde fabricaban zuecos de madera que, tal y cómo hicimos ver al artesano, guardaban gran parecido con las madreñas asturianas y que, para nuestra sorpresa, conocía perfectamente.
Salimos del taller y el verde del paisaje salpicado con el blanco de la nieve lograba componer imágenes de gran belleza, pero realmente constituía una indudable molestia para nuestra visita.
Subimos al autobús con destino a Volendam, a nuestro alrededor se alzaban molinos y extensos campos verdes, al bajar del vehículo noté que la temperatura había subido considerablemente y comenzaba a lucir un sol espléndido.
El paseo por el tranquilo y bien cuidado pueblo costero me resultó gratísimo. Un lugar llano y un tanto laberíntico, con molinos y muchas casas de madera de un verde muy vivo. A través de los grandes ventanales las viviendas con el salón a ras de suelo y las cortinas siempre abiertas los moradores de las casas mostraban sin recato sus mejores porcelanas y parte de su intimidad, un hecho que ya me había llamado la atención en Amsterdam pero que en este pequeño pueblo se hacía incluso más patente.
Tras concluir nuestro paseo entre las casas nos encontramos con una gran iglesia al fondo y un paseo elevado al borde del mar donde pese a los agradables restaurantes y cafeterías aún se percibía, al menos por el tipo de edificaciones, parte de su sabor marinero, cuando el mar interior estaba abierto y la mayoría de la población se dedicaba a la pesca del arenque.
De allí partimos a Marken, que en realidad es una pequeña isla unida a tierra tan solo por una carretera. Al circular por ella pudimos ver como el nivel del mar variaba a cada uno de los lados de la vía en otra muestra de las increíbles proezas de la ingeniería holandesas.
El pueblo de Marken, recoleto y cuidadísimo, con pequeñitas casas de madera terminadas en un tejado muy puntiagudo y estrechísimos pasillos entre ellas, mantiene el encanto que le proporcionó su aislamiento, hasta la construcción de la carretera, manteniendo tradiciones y hábitos ya perdidos en otros lugares de Holanda.
Tras impregnarnos de la magia del pueblo y relajarnos entre estampas de tarjeta postal reemprendimos el viaje a Ámsterdam, a unos 30 kilómetros del lugar.
Aún no había oscurecido y nos dio tiempo a pasear por las calles más comerciales, llenas de gente por la cercanía de San Nicolás que es el encargado de traer los regalos a las familias holandesas la noche del 5 de diciembre. En nuestro paseo fuimos topándonos con edificios emblemáticos como el ayuntamiento o el museo de historia.
Tras tanto ajetréo decidimos rematar el día cenando en un magnífico restaurante chino-indonesio, estupenda opción en un país que, tal vez por haber tenido colonias en el extremo oriente, sabe apreciar y valorar la comida asiática.
Amanecimos con un tibio sol y decidimos emprender un tour guiado por algunas de las ciudades más emblemáticas de Holanda.
Partimos hacia Rótterdam no sin antes hacer una parada en Aalsmer para ver una subasta de flores, en una inmensa nave donde cientos de palés de tulipanes entraban y salían con destino a cualquier lugar del mundo a ritmo vertiginoso.
Rótterdam es una ciudad nueva que impacta por el fuerte protagonismo de los volúmenes de sus edificios, en general de un diseño poderoso y agresivo. La oficina de correos y el ayuntamiento son prácticamente los dos únicos edificios de cierto interés que se conservan de la etapa anterior a la segunda guerra mundial. La desembocadura del río Mosa, con el puente de Erasmo y la frenética actividad de su puerto son sin duda los dos principales atractivos turísticos de una ciudad que aún careciendo del encanto de sus vecinas destila vitalidad.
Mucho más atractivo resultó Delft, coqueto pueblo de canales y diseño similar al de Ámsterdam pero mayor paz y armonía por el que apetece caminar y perderse. Tras un encantador paseo y la visita de un taller de porcelana, la industria que siglos atrás le dio auge y poder económico, paramos a reponer fuerzas en la plaza a la sombra de la muy puntiaguda torre de la iglesia nueva que desafiaba a un cielo de ese azul característico que tan bien captó el maestro Vermer en sus pinturas. El dulce de manzana que me pedí aún resultó más delicioso en un entorno tan agradable.
De allí partimos a La Haya donde se ubican varios tribunales de justicia internacionales, la visita, demasiado corta, fue apenas una pequeña pincelada de lo que la ciudad tiene que ofrecer pero fue suficiente para poder percibir su trazado rectilíneo, su elegancia y su armonía.
El Binnenhof, sede del parlamento y verdadero eje de la vida de la ciudad, es un enorme conjunto de edificios monumentales, ubicado en un gran espacio abierto, con una laguna en la que se reflejan las sobrias formas de todo un lateral del conjunto.
Tras un corto paseo por el centro en el que vimos uno de los palacios de la reina, situado en una pequeña plaza, nos trasladamos hacia la zona marítima de la ciudad, conocida como Scheveningen, hasta el siglo pasado este lugar no era más que un encantador pueblito de pescadores. Diversos pintores e intelectuales lo escogieron como residencia hasta convertirse en una atractiva zona residencial con una regular e imponente playa, y un gran pier de madera, que me recordó al de Brighton, haciendo de puente entre la delgada línea del horizonte y la fina arena.
Su balneario y su casino le dan al lugar un aire aristocrático y cosmopolita de un poco disimulado toque elitista. El lugar es refinado y exclusivo, ideal para darse un agradable paseo y palpar el estilo de vida exquisito de la rancia aristocracia.Tan sólo quedaba acercarse a Matureland, cerca de La Haya y nuestra última parada ese día, allí nos encontramos con un cuidado parque en el que hay reproducción en miniatura de alguno de los lugares más emblemáticos de Holanda, desde el aeropuerto de Schiepol al Binnenhof. Interesante para ver, aprender y sacarse originales fotografías.
Ya era noche cerrada cuando llegamos a Ámsterdam y nos homenajeamos con una estupenda comida en el nada económico restaurante de Rodeleeuw.
El último día en Ámsterdam lo comenzamos con el obligado paseo en barco por los canales de la ciudad, están dispuestos en forma de anillos concéntricos y en el pasado fueron el medio más práctico para el transporte de mercancías, desde los canales interiores se pueden contemplar las encantadoras casitas adosadas de los barrios más céntricos desde otra perspectiva y en el canales más amplios y exteriores el museo Nemo, así como un curioso restaurante flotante a imagen y semejanza del que vería unas semanas más tarde en Hong Kong.
Acabado el paseo nos acercamos al Rijksmuseum donde admiramos numerosos cuadros de los maestros daneses Rembrandt o Vermer. Aún hubo tiempo para dar otro paseo a pie por el entorno del canal próximo al moderno casino, una zona muy animada por la noche.
Rematé mi estancia en la ciudad con un larguísimo paseo en solitario por alguno de los puntos más calientes de la ciudad. Empecé por el barrio rojo, donde además de la típica exhibición de carne fresca en los ventanales me topé con una extraño templo chino. De allí giré hacia la tranquila zona de Jordan donde entré en uno de los populares coffe-shops, acogedor y con la atmósfera muy cargada de humo de hachis. Esa es mi última imagen de Amsterdm, al día siguiente volaría a Tenerife a escenificar la historia de un adiós, tal y como ya he relatado en una bitácora anterior.

martes, 16 de junio de 2009

INMIGRANTES DIGITALES

Parece ser que todo el que ha sobrepasado los 30 y utiliza los medios digitales para comunicarse es un imigrante digital, al menos eso es lo que nos planteaba Tirso Maldonado, un profundo conocedor del mundo virtual y gurú de las nuevas tendencias en interntet, en un taller sobre redes sociales y gestión de clientes al que asistí recientemente en el hotel Zen Balagares, alojamiento de moderno y agradable diseño ubicado en un entorno rural pero cerca del aeropuerto y un gran centro comercial, provisto de spa y amplios salones con conexión a internet y señal suficiente como para dar cobertura a los 25 portátiles de los allí reunidos.
Aquel encuentro me dio nuevas muestras de como internet ha revolucionado nuestra forma de comportamiento. Las reflexiones que antes guardábamos en un diario privado ahora las hacemos públicas en un blog. El niño tímido que antes dejaba grabado un corazón en un árbol o metía una carta dentro de una botella hoy es un adulto que, no sin cierto pudor, decide exhibirse en el facebook, el tuenti o el Xing, en un desesperado intento de no perder la rueda de las nuevas tendencias y a duras penas poder seguir manteniéndose conectado con el mundo y existir en la red, el nuevo templo de culto contemporáneo, lugar para ver y dejarse ver, de intercambio de ideas y mercaderías, cumpliendo la función del ágora de las polis griegas, referente necesario para todas sociedades urbanas posteriores y que el siglo XXI ha transformado en virtual.
Ciertamente, supongo que igual que la mayor parte de los nacidos en los años 70 del pasado siglo, no soy un nativo digital e igual que los africanos que venden CDs en las calles chapurreando un idioma que no es el suyo, me encuentro desorientado y perdido en esta nueva frecuencia, utilizando un lenguaje y unos referentes que ya no son los míos, en un arriesgado cambio de piel y una huida hacia delante, sin rumbo y siempre temiendo encontrarme profundos abismos y peligrosos precipicios, en un vano intento de sobrevivir a la postmodernidad.