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viernes, 10 de octubre de 2014

MIS NUEVAS HISTORIAS DE VIEJOS CAFÉS



Ayer volví al Dindurra y entre sus columnas y baldosas centenarias experimenté de nuevo el placer indescriptible de degustar una consumición en el marco incomparable de un café de época. Templos del refinamiento y la elegancia, auténticos oasis de calma y sosiego donde todo fluye a un ritmo distinto. Son los legatarios y guardianes de antiguas liturgias y tradiciones, mientras todo el resto se destruye a ritmo vertiginoso por la apisonadora de la globalización que despersonaliza locales y lobotomiza cerebros.


Estos viejos cafés son los heroicos supervivientes de la picota de los Starbucks y otras siniestras franquicias de similar pelaje, todos clones de si mismos, donde nada es genuino ni espontáneo y todo demasiado artificial y previsible. En los Starbucks no existen oscuros rincones que cuenten historias extraordinarias ni empleados que formen parte de la leyenda del local y sus camareros robóticos, a fuerza de ser uno mismo, ya no conocen ni su propio nombre.

Y, fue ayer, en el Dindurra, donde me vi poseído por una suerte de hechizo, que sorbo a sorbo, me hizo perder la noción del tiempo y el espacio, traslandándome a distintos lugares y épocas más allá de los surcos y meandros de mi frágil memoria.


Sucedió así, sin más, el camarero posó la taza de humeante café y el primer trago me supo a la romántica Lisboa.  A mi lado estaba Pessoa, sentado a la terraza de A Brasileira, los dos tomábamos el sol y distraidamente contábamos azulejos o veíamos a los tranvías pasar.  Yo era feliz, si miraba a la izquierda sentía la alegría desbordante del enamoramiento, si miraba a la derecha mi otro heterónimo sentía el placer de la vieja camaradería y la sólida amistad, finalmente miraba al frente y veía a una niña que representaba la paz y la calidez de la familia. Igual que mis tres viajes a Lisboa en tres épocas tan distintas de mi vida y con acompañantes y sentimientos tan diferentes.
De vuelta a la realidad revolví de nuevo la taza del negro café y sentí aromas del Cairo, un nubio de tez oscura fumaba una pipa de agua en la mesa de en frente. Mas allá, en su rincón favorito del  El-Fishawi, Naguib Mahfuz trataba de concentrarse en la escritura, inmune al ajetreo y al gran bullicio del cercano mercado de Khan Al-Khalili . Yo dejaba pasar el tiempo, era joven, estaba sólo, mi ingenuidad era mucha y mi curiosidad y ganas de aventura estaban intactas.



Una gota cayó sobre la mesa y me sacó de mi abstracción, observé como se deslizaba por el mármol igual que los canales que que surcan otros mármoles en la plaza de San Marcos de Venecia. La desconchada arcada del Florian me protegía del sol y desde allí contemple el mismo espectáculo que hizo suspirar a Casanova. ¡¡Que feliz y despreocupada era mi alma entonces!! Hasta me parecía armoniosa la música hortera del piano y las hordas de turistas japoneses no me resultaban especialmente molestas.



Nuevamente presté atención al café, y otra vez volví, por un instante al presente, le agregué un poco de azúcar y adquirió un sabor dulce, igual que el que me solía tomar con pastelitos de almendra en la terraza del Argana en Marrackech, mirador y vigía de la plaza Jamaa el Fna, un lugar lleno de color y vida, punto de encuentro de contadores de historias, vendedores de pintorescos productos y encantadores de serpientes. Anteriores viajes me habían hecho mas cauto pero no tanto como para resistirme a enrollarme una serpiente al cuello a sugerencia de uno de los hipnotizadores de animales.



Pero el dulzor de mi boca desapareció, levanté la vista del periódico y me vi rodeado de estudiantes, al fondo había un busto de Heminway y a través de las cristaleras veía la plaza del Castillo. Estaba en el Iruña, muy cerca del hotel La Perla, donde solía alojarme cuando iba a visitar a mi hermana a Pamplona, entusiasta estudiante de periodismo en la ciudad en aquella época; cuantas cosas han cambiado desde entonces...
Volví a concentrarme en la lectura del periódico. En el diario había un artículo que homenajeaba al difunto Paco Umbral. De repente el escritor cobró vida y se dirigió a mí con un vaso de whisky en la mano. Estábamos al abrigo del lugar más intelectual de Madrid, el café Gijón, confidente de conspiraciones políticas y tertulias literarias.  Umbral me aseguraba, con su refinada grosería, que su secreto infalible para seducir a las ninfas era que sus lefas estaban siempre bien perfumadas. Imposturas de viejo loco, pensé, aunque tal vez estuviese más cuerdo que lo que yo podía prever en aquel momento.

Según cerré el periódico la estampa del escritor se diluyó, y de nuevo en el Dindurra, apuré el último sorbo de café y me pedí un chupito, tenía un gusto familiar, sabía a nostalgia y a tango. En el Tortoni de Buenos Aires hay un busto adosado a la pared que homenajea a Gardel y una mesa que sigue presidiendo el espectro de Borges, el inquietante poeta ciego,  creador de paradojas e incertidumbres, igual que los recuerdos que tengo asociados con ese lugar, primero calor y euforia y súbitamente sólo abandono y melancolía.


Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me trajo de nuevo al mundo real, tomé otro trago e inmediatamente me tranquilicé y del tango pasó a sonar el vals. El mismo que escuchaba aquella fría tarde invernal en el café Prückel de Viena,  un lugar limpio y claro, de techo alto y grandes ventanales donde todo el mundo leía, tomaba dulces y permanecía un largo tiempo. En el cercano mercadillo vendían vino caliente y las luces de Navidad de la plaza eran por si mismas todo un gran espectáculo. Apetecía quedarse allí y languidecer todo el largo día, se estaba a resguardo y desde el lugar se podía ver confortablemente el mundo pasar, incluso si el día era gélido y lluvioso.

Estaba completamente traspuesto cuando el camarero del Dindurra se acercó y me entregó la cuenta, no obstante pronto reaccioné. Me levanté y salí por la puerta giratoria hacia el paseo de Begoña. En la calle los niños seguían jugando como siempre, igual que yo lo había hecho allí 30 años atrás, porque aunque muchas cosas sucedan dentro las paredes de los viejos cafés, estos siguen inmunes al paso del tiempo. Las paredes de piedra son mas resistentes que nuestra piel quebradiza,  los clientes. Los atuendos cambian pero los muros resisten y al final todo sigue igual.