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martes, 10 de febrero de 2015

EL VALLE DE OURIKA Y LAS SIETE CASCADAS


Tras experimentar el trepidante ritmo de Marrakech durante varios días decidimos  tomarnos un respiro. El lugar elegido fue el valle de Ourika, a unos 60 kilómetros y en las faldas del Atlas; parecía el enclave perfecto para escapar del sofocante calor de la bulliciosa ciudad roja y tener un contacto directo con la naturaleza. En contraste con lo anterior allí podríamos disfrutar del frescor de la vegetación, tan escasa por estas latitudes, y deleitarnos con excelentes vistas desde la montaña donde teníamos previsto internarnos en busca de siete cascadas.
Hicimos el trayecto desde Marrakech por una serpenteante y estrecha carretera atravesando numerosas aldeas y con el río casi siempre a nuestra vera. A lo largo del camino tuvimos que driblar diversos personajes que realizaban rutinarios trabajos agrícolas, asimismo las tiendas, muy numerosas, estaban metidas casi en la propia vía, tratando de forzar a los viajeros a alguna parada para comprar algún producto local. Llevábamos bien aleccionado al taxista que nos transportaba y no caímos en la tentación de modo que llegamos sin hacer paradas a Setti Fatma que era el punto de inicio para la ruta de las cascadas que teníamos previsto visitar.



Setti Fatma esta ya ubicada en el imponente sistema montañoso del Atlas aunque dentro del precioso valle de Ourika. En los alrededores encontramos grandes cumbres como el Toubkal que con 4167 metros es la más alta de Marruecos. La aldea, aunque inundada de turistas y restaurantes, conserva intacto el encanto de una apacible villa de casas de adobe  y es un buen lugar para palpar el verdadero espíritu marroquí . A la orilla del río hay locales improvisados donde se come o se toma el te con  mesas incluso dentro del mismo río. Tras una rápida comida comenzamos a preparar nuestra excursión.


Aunque no es imprescindible numerosos habitantes del pueblo se ofrecen a hacer de guías para posibles circuitos por las cercanas montañas, puede ser una buena opción si, como en nuestro caso, aparece una persona cordial y agradable capaz de hacer más cómodo el trayecto aconsejando los itinerarios más cómodos y vistosos.
Y elegido el guía, empezamos la ruta.  Al poco de comenzar afrontamos el primer reto, debíamos cruzar por puente tibetano sobre el río. Pese a la poca solidez de la endeble pasarela pasamos la prueba sin dificultad.
Seguimos caminando un trecho y empezamos a ascender pero, pese a estar ya a bastante distancia del pueblo, continuábamos encontrándonos con numerosas tiendas donde trataban de vendernos desde un zumo de naranja hasta diferentes productos de artesanía. El exceso de vendedores acosándonos hizo que este primer tramo de la marcha perdiera parte de su encanto.


Sin embargo esta sensación fue desapareciendo de forma paulatina y he de reconocer que fue interesante ver como los vendedores de las tiendas improvisadas mantenían frescas las bebidas. Colocaban las botellas en forma de pirámide de modo que sobre la parte superior les caía un chorro de agua helada que procedía directamente de las cumbres de las montañas. A este método de refrigeración se le conoce como nevera berebere. Una forma curiosa y muy natural de mantener frescos los productos.
Después de casi una hora de subida apareció la primera cascada,  no es de las más espectaculares pero me llamó poderosamente la atención debido al contraste entre lo pedregoso del terreno y el gran chorro de agua fresca que surge de entre los riscos.
El calor era sofocante, así que aprovechamos para refrescarnos y para decidir si merecía la pena seguir el camino, mucho más abrupto a partir de ese punto. Por supuesto optamos por continuar.
Como preveíamos, la vía se volvió más escarpada y en algún tramo ya no se trataba de subir, sino realmente de trepar. Afortunadamente nuestro guía fue de gran ayuda en estos momentos difíciles, nos iba indicando los puntos de apoyo más adecuados y si era necesario me tendía el brazo para sostenerme porque, definitivamente, habíamos iniciado la travesía sin el equipamiento más adecuado. Al menos el calzado era fuerte y no patinaba por el resbaladizo terreno.

 



Costaba subir, hacía muchísimo calor, pero lo que nos encontramos una vez superado ese trecho de gran dificultad compensó sobradamente el esfuerzo. Los vendedores y el exceso de turistas desaparecieron por completo de nuestro alrededor y, por fin, pudimos experimentar la sensación de un encuentro profundo e íntimo con la naturaleza. Mientras caminábamos por el pedregoso sendero espectaculares cascadas nos iban regalando la vista a nuestro alrededor.


Al fin nos sentíamos en el corazón del alto Atlas. Así, pasadas las dificultades previas, el camino, aunque sinuoso y empinado, se tornó mucho más llevadero. En unas tres horas de trayecto, nos fuimos deleitando, con distintas cascadas ( hay hasta siete diferentes aunque no llegamos a verlas todas ) de variadas formas y tamaños rodeados siempre de imponentes montañas y un espectacular paisaje que nos estimulaba a seguir la  marcha y nos sorprendía a cada instante.
Desgraciadamente comenzaba a atardecer y tocaba descender, también con cuidado por lo abrupto y resbaladizo del terreno.
El guía fue tomando confianza con nosotros y además de llevarnos de vuelta al pueblo procurando elegir los senderos más vistosos y menos deslizantes  nos amenizó la marcha contándonos viejas historias de los pueblos bereberes. El mismo resultó ser un pastor de la zona, no tenía estudios formales pero contaba con una gran sabiduría ancestral y era capaz de hablar varios idiomas. Todo un lujo de compañía por los apenas 10 euros que, si mal no recuerdo, nos costó contratar sus servicios. 
Con satisfacción y llenos de renovadas energías, por la singular belleza de nuestro recorrido, pero con cierta pena por abandonar tan precioso lugar llegamos de vuelta a Setti Fatma.