Aquello parecía el cierre de una etapa. Hacía un gélido frío en
Ámsterdam cuando lleno de dudas volé desde Schipol al aeropuerto del
Norte, previa escala en Madrid.
La sala de espera de los Rodeos,
menos concurrido que el aeropuerto del Sur, el cual solía utilizar
cuando venía directamente de mi tierra, ofrecía mejores vistas y más
sosiego. Esta vez ni siquiera me impacienté por la espera.
Algo había
cambiado en el paisaje y la ilusión se terminaba igual que el frescor
de un otoño que languidecía marchitaba los brotes que la primavera había
traído perfumados y frescos.
Llegó como siempre agradable y cariñosa
pero se había acabado la frescura de antaño, el destello de sus ojos se
había apagado, su sonrisa, de la que ahora se sentía tan orgullosa
parecía más artificial que nunca, su energía se había evaporado, por el
cansancio del trabajo según me dijo.
Tan solo unos meses juntos y ya sentía el hastío y el desgaste de toda una eternidad.
Elegimos
un magnífico y apartado restaurante francés para cenar, El Refugio de
María, en el frondoso valle de la Orotava. Fue una desapasionada velada
en una casa rústica con un trato exquisito. Ya ni recuerdo que cenamos
pero de lo que estoy seguro es de que pedimos vino del país en vez de
una especialidad francesa, siempre lo hacíamos así.
La conversación
fue fluida pero carente de pasión, oíamos palabras sin escuchar
sentimientos, ya no nos susurrábamos nada al oído, nos mirábamos y ya no
nos veíamos, le acariciaba la mano y ya no sentía su ternura, olía su
perfume y ya no quedaba impregnado de su hechizo. En ese momento supe
que estaba todo perdido. Nada podía reprocharle, simplemente éramos dos
burbujas que se separaban como pompas de jabón volando cada una en busca
de su destino, sin dañarse pese a al fragilidad de sus estructuras.
Disciplinadamente traté de cumplir el protocolo marcado para el fin de semana.
El
viernes por la mañana ella trabajaba y me acerqué en autobús a La
Laguna, que aún no había tenido la oportunidad de conocer de día. Su
zona histórica me pareció francamente interesante, edificios de piedra y
miradores, antiguas iglesias y una torre a la que subí por una estrecha
escalera.
A la bajada paré a tomar un café en una terraza cercana al
mercado viejo, estaba fresco y tuve que refugiarme en el interior del
local, no era un lugar acogedor, lúgubre y oscuro, no obstante hice algo
de tiempo leyendo los periódicos locales. Mientras los ojeaba me di
cuenta de que sabía más de lo que yo mismo me imaginaba sobre la vida
política y social de la isla. Incluso empezaban a interesarme sus
pequeñas reivindicaciones y batallas. Demasiado tarde, sin duda.
Por
fin ella llegó, fuimos a comer a La Casa Encantada, un sitio estupendo,
volvimos a pedir un buen vino de la tierra y una sama con unas papitas
arrugadas. Siempre me había gustado salir a comer con ella. Era una
liturgia con la que ambos llegábamos a sentir gran complicidad. Aunque
de una forma distinta, menos profunda, llegué a disfrutar de nuevo de su
conversación y su compañía, tal vez sólo porque intuía que esta sería
la última vez.
Paseamos por la zona antigua y vimos que en un
entoldado estaban presentando vinos de la zona, entramos y allí se
encontró con unas amigas, chicas muy simpáticas que yo ya conocía bien.
Uno de los productores nos invitó a visitar su bodega, a ella le
encantó, le gustaba ese mundo por tradición familiar. Quedamos en ir
todos juntos al día siguiente.
No madrugamos. Era sábado y la visita
estaba prevista para el mediodía. Desayunamos con calma y cogimos el
coche, paramos para recoger a las dos amigas que nos acompañarían y
pusimos rumbo a la bodega.
Sin estar distantes parecíamos
distanciados, ni en la mesa nos sentamos juntos. Yo me fijé más en los
antiguos toneles y en la plantación de alrededor del edificio dónde me
las arreglé para sacarme fotografías. Ella se quedó más tiempo con sus
amigas en la terraza.
De allí fuimos todos juntos a un guachinche y
después a una remota playa en un acantilado. Me esforzaba por hablar y
sonreír pero a diferencia de otras ocasiones y de la inmejorable
predisposición de nuestras acompañantes llegué a encontrarme extraño y
aislado, ajeno a todo. Me sentí muy aliviado cuando pensó que sería
mejor no salir de marcha esa noche. Estaba agotado psicológicamente.
Al
día siguiente fuimos a una tranquila playa del sur, frente a unas
casitas blancas y un tenderete donde vendían cerveza. Fue la última vez
que hicimos algo juntos y pese a que estaba algo fresco nos dimos un
largo baño. Me dejaba llevar, el final era irremediable pero no sufría,
simplemente veía que nuestro tiempo juntos se extinguía.
Ya en casa
vimos un rato la televisión, antes de acostarnos hablamos, todavía
conseguimos sonreír una última vez juntos, tal vez un reflejo del
pasado.
Al día siguiente me acercó hasta el aeropuerto. Tras facturar
la maleta le pregunté si no le parecía que vivíamos en dos mundos
demasiado opuestos. No me respondió nada convincente. Al coger el avión
supe que ya no volvería nunca más a la isla.
Pronto me enteré que ella también tenía la decisión tomada.
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