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sábado, 25 de septiembre de 2010

HISTORIA DE UN ADIOS

Aquello parecía el cierre de una etapa. Hacía un gélido frío en Ámsterdam cuando lleno de dudas volé desde Schipol al aeropuerto del Norte, previa escala en Madrid.
La sala de espera de los Rodeos, menos concurrido que el aeropuerto del Sur, el cual solía utilizar cuando venía directamente de mi tierra, ofrecía mejores vistas y más sosiego. Esta vez ni siquiera me impacienté por la espera.
Algo había cambiado en el paisaje y la ilusión se terminaba igual que el frescor de un otoño que languidecía marchitaba los brotes que la primavera había traído perfumados y frescos.
Llegó como siempre agradable y cariñosa pero se había acabado la frescura de antaño, el destello de sus ojos se había apagado, su sonrisa, de la que ahora se sentía tan orgullosa parecía más artificial que nunca, su energía se había evaporado, por el cansancio del trabajo según me dijo.
Tan solo unos meses juntos y ya sentía el hastío y el desgaste de toda una eternidad.
Elegimos un magnífico y apartado restaurante francés para cenar, El Refugio de María, en el frondoso valle de la Orotava. Fue una desapasionada velada en una casa rústica con un trato exquisito. Ya ni recuerdo que cenamos pero de lo que estoy seguro es de que pedimos vino del país en vez de una especialidad francesa, siempre lo hacíamos así.
La conversación fue fluida pero carente de pasión, oíamos palabras sin escuchar sentimientos, ya no nos susurrábamos nada al oído, nos mirábamos y ya no nos veíamos, le acariciaba la mano y ya no sentía su ternura, olía su perfume y ya no quedaba impregnado de su hechizo. En ese momento supe que estaba todo perdido. Nada podía reprocharle, simplemente éramos dos burbujas que se separaban como pompas de jabón volando cada una en busca de su destino, sin dañarse pese a al fragilidad de sus estructuras.
Disciplinadamente traté de cumplir el protocolo marcado para el fin de semana.
El viernes por la mañana ella trabajaba y me acerqué en autobús a La Laguna, que aún no había tenido la oportunidad de conocer de día. Su zona histórica me pareció francamente interesante, edificios de piedra y miradores, antiguas iglesias y una torre a la que subí por una estrecha escalera.
A la bajada paré a tomar un café en una terraza cercana al mercado viejo, estaba fresco y tuve que refugiarme en el interior del local, no era un lugar acogedor, lúgubre y oscuro, no obstante hice algo de tiempo leyendo los periódicos locales. Mientras los ojeaba me di cuenta de que sabía más de lo que yo mismo me imaginaba sobre la vida política y social de la isla. Incluso empezaban a interesarme sus pequeñas reivindicaciones y batallas. Demasiado tarde, sin duda.
Por fin ella llegó, fuimos a comer a La Casa Encantada, un sitio estupendo, volvimos a pedir un buen vino de la tierra y una sama con unas papitas arrugadas. Siempre me había gustado salir a comer con ella. Era una liturgia con la que ambos llegábamos a sentir gran complicidad. Aunque de una forma distinta, menos profunda, llegué a disfrutar de nuevo de su conversación y su compañía, tal vez sólo porque intuía que esta sería la última vez.
Paseamos por la zona antigua y vimos que en un entoldado estaban presentando vinos de la zona, entramos y allí se encontró con unas amigas, chicas muy simpáticas que yo ya conocía bien. Uno de los productores nos invitó a visitar su bodega, a ella le encantó, le gustaba ese mundo por tradición familiar. Quedamos en ir todos juntos al día siguiente.
No madrugamos. Era sábado y la visita estaba prevista para el mediodía. Desayunamos con calma y cogimos el coche, paramos para recoger a las dos amigas que nos acompañarían y pusimos rumbo a la bodega.
Sin estar distantes parecíamos distanciados, ni en la mesa nos sentamos juntos. Yo me fijé más en los antiguos toneles y en la plantación de alrededor del edificio dónde me las arreglé para sacarme fotografías. Ella se quedó más tiempo con sus amigas en la terraza.
De allí fuimos todos juntos a un guachinche y después a una remota playa en un acantilado. Me esforzaba por hablar y sonreír pero a diferencia de otras ocasiones y de la inmejorable predisposición de nuestras acompañantes llegué a encontrarme extraño y aislado, ajeno a todo. Me sentí muy aliviado cuando pensó que sería mejor no salir de marcha esa noche. Estaba agotado psicológicamente.
Al día siguiente fuimos a una tranquila playa del sur, frente a unas casitas blancas y un tenderete donde vendían cerveza. Fue la última vez que hicimos algo juntos y pese a que estaba algo fresco nos dimos un largo baño. Me dejaba llevar, el final era irremediable pero no sufría, simplemente veía que nuestro tiempo juntos se extinguía.
Ya en casa vimos un rato la televisión, antes de acostarnos hablamos, todavía conseguimos sonreír una última vez juntos, tal vez un reflejo del pasado.
Al día siguiente me acercó hasta el aeropuerto. Tras facturar la maleta le pregunté si no le parecía que vivíamos en dos mundos demasiado opuestos. No me respondió nada convincente. Al coger el avión supe que ya no volvería nunca más a la isla.
Pronto me enteré que ella también tenía la decisión tomada.

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